Me
acuerdo que, cuando no existían los videojuegos, los niños jugábamos con otros
niños.
Me acuerdo que jugábamos en la calle todo el día, a 7
pecados, a matagente, a las escondidas, a volar cometa, a bailar trompo, a
saltar mundo, a kanga, al yo-yo, al taca-taca, a las estatuas, al cartero, a
ritmo-diga-usté, a la pega inmóvil, a 1-2-3 chocolate stop, a que pase el rey…
y todo nos lo regíamos al fumanchú, al zapatito roto o al yankempó.
Me acuerdo que mi abuela Zoila hervía las sábanas para blanquearlas: las metía en una palangana llena de agua, jabón Bolívar cortado en tajadas cual si fuera queso y varios muñequitos de azul –antiguas y misteriosas pastillas limpiadoras– que se fundían en esta sopa fantástica que permanecía borboteando en la cocina, perfumando la casa por horas y horas.
Me acuerdo de las multicolores revistas japonesas de Ultrasiete y Ultramán, había que ir a comprarlas hasta el jirón Paruro, tenían la carátula al final y se leían de atrás para adelante, aunque lo cierto es que no se leían nada porque estaban en japonés.
Me acuerdo que, en el terremoto de 1974, el auto Datsun de mi tío Lucho se salió solito del garaje, embistió contra la puerta, la abrió de par en par y acabó en el medio de la pista, no sin antes derribar la carretilla de un pobre platanero que pasaba por ahí.
Me acuerdo de los saqueos en las tiendas del centro de Lima durante la huelga policial de 1975, los disturbios, los gases lacrimógenos, las balaceras… que no hubiera policías cuidándonos en las calles, parecía el inicio del fin del mundo.
Me acuerdo de mis viejos patines graduables, con correítas y sin frenos que se adosaban a la suela del zapato mediante uñitas metálicas y que, en vez de ruedas, tenían unas ruidosas garruchas de fierro.
Me acuerdo que los programas concurso de Kiko Ledgard paralizaban a todo el país y que todos nos entristecimos cuando, durante una conferencia de prensa a su regreso triunfal de España, sufrió aquella aparatosa, terrible caída desde una baranda del Country a la que había trepado intentando hacer otra de sus acostumbradas piruetas para las cámaras.
Me acuerdo que, si por alguna emergencia, tenías que salir a la calle más allá de las 10 de la noche, después del toque de queda, debías manejar a 30 kilómetros por hora, dejar las luces interiores del auto encendidas y llevar una bandera blanca flameando en alguna de las ventanas…para evitar que las fuerzas del orden te acribillaran.
Me acuerdo de La Herradura con sus carpas a rayas, de la radio playera que no era otra cosa que un solitario locutor al que se le oía por los altoparlantes anunciando la hora Inca Kola, de esos helados que venían dentro de una pelotita de fútbol y de los marcianos D’onofrio que los creativos de la época habían bautizado como Chu-p-t para que la gente leyera “chupete” pero todo el mundo leía chup. Señor, ¿Me da un chup?
Me acuerdo de Tamakún, el árabe enturbantado y de punta en blanco que cada semana llegaba a los quioscos, desde México, con sus alucinantes aventuras en blanco y negro. “Donde el dolor desgarre. Donde la miseria oprima. Donde el peligro amenace… ¡Allí estará Tamakún, el vengador errante!”
Me acuerdo del Super Leche, del Chocomel, del chocolate Juguete de Motta, del Alí Babá relleno de marshmallow, de la canchita dulce de Laurel, del chicle Túmix, del 2 en 1 de plátano, del Sour de manzana verde, del chicle Bomba, del freshen-up con corazón líquido y del Mix Soda de corazón efervescente, del té Toro y del té Sabú, del Café Don Lucho, de la Thimolina Leonard, de la Maravilla Curativa, del jabón sulfuroso del Doctor Kaufmann, de las galletas Short Cake, de las Rancheritas, las Criollitas y las Loncheritas, y muy especialmente, del chocolate Golazo con arroz crocante que traía dentro figuritas coleccionables con los goles mundialistas de J.J. Muñante.
Me acuerdo de la Masacre del Sexto de 1984. El Loco Pilatos acuchillando la pierna de un rehén que intentaba escapar o prendiéndole fuego a otro con kerosene, y todo eso, transmitido durante horas y horas, horror en vivo y en directo y en cadena nacional.
Me acuerdo de los atroces zapatos Teddy de Diamante, de las loncheras Aladdin de hojalata que nos servían también como armas contundentes, de las zapatillas North Star, de los buzos Buzzolas, de los cuadernos doble raya, del paño lenci, del papel bulky, de las tijeras punta roma, del jean book y del borrador de papa.
Me acuerdo que, en todos los parabrisas de los carros, había que pegar esas redondas calcomanías de “Ahorro es Progreso”, cándido invento velasquista que pretendía racionar el consumo de gasolina. Lunes y miércoles no circular (roja) Martes y Jueves no circular (blanca) y sábado y domingo no circular (azul). Los grandes atolladeros eran los viernes porque todos circulaban.
Me acuerdo que íbamos a ver los partidos del Mundial Argentina 78 a la casa del único vecino de la cuadra que tenía un Sony Trinitrón, el primer TV a color. Cada familia llevaba algo para comer y después salíamos a hacer caravana en todos los carros –y hasta en taxis– con banderas y vinchas y matracas gritando ¡Perú, Perú! como locos por toda la avenida Arequipa cada vez que Perú ganaba. Deben creerme: Perú ganaba.
Me acuerdo de todos los dulces hechos en casa que vendía la vieja bodega de la esquina: el chumbeque, el camotillo, el cocoliche, el arrocillo, el chifón, la torta helada, el machacado de membrillo, el zanguito, la cocada, la leche vinagre, la leche asada…
Me acuerdo de la Tortuga D’Artagnan, de Leoncio El León y Tristón, de Astroboy, de La Hormiga Atómica, de Fabulmán y Dinamita, de Meteoro con su pantalón blanco bien al cuete, su pañuelito rojo al cuello y sus enormes pestañas rizadas y de “Los 3 Espaciales” y su entrañable canción: Tres seres del espacio/llegaron a cumplir una misión/tomaron la forma de un caballo/un conejito/y un patito.
Me acuerdo de mi papá dormitando ovillado en el sillón, de madrugada, mientras en la radiola resonaba la atronadora voz de don Juan Ramírez Lazo: “¡Nos preocupa!” en Radio Cora o ese tic-tac exasperante –de bomba de tiempo– que caracterizaba a Radio Reloj, estresante estación que te daba la hora, minuto a minuto: Las tres y cinco, las tres y seis, las tres y siete… como queriendo machacarte, en el cerebro, la cadencia inexorable de la vida.
Me acuerdo que mi abuela Zoila hervía las sábanas para blanquearlas: las metía en una palangana llena de agua, jabón Bolívar cortado en tajadas cual si fuera queso y varios muñequitos de azul –antiguas y misteriosas pastillas limpiadoras– que se fundían en esta sopa fantástica que permanecía borboteando en la cocina, perfumando la casa por horas y horas.
Me acuerdo de las multicolores revistas japonesas de Ultrasiete y Ultramán, había que ir a comprarlas hasta el jirón Paruro, tenían la carátula al final y se leían de atrás para adelante, aunque lo cierto es que no se leían nada porque estaban en japonés.
Me acuerdo que, en el terremoto de 1974, el auto Datsun de mi tío Lucho se salió solito del garaje, embistió contra la puerta, la abrió de par en par y acabó en el medio de la pista, no sin antes derribar la carretilla de un pobre platanero que pasaba por ahí.
Me acuerdo de los saqueos en las tiendas del centro de Lima durante la huelga policial de 1975, los disturbios, los gases lacrimógenos, las balaceras… que no hubiera policías cuidándonos en las calles, parecía el inicio del fin del mundo.
Me acuerdo de mis viejos patines graduables, con correítas y sin frenos que se adosaban a la suela del zapato mediante uñitas metálicas y que, en vez de ruedas, tenían unas ruidosas garruchas de fierro.
Me acuerdo que los programas concurso de Kiko Ledgard paralizaban a todo el país y que todos nos entristecimos cuando, durante una conferencia de prensa a su regreso triunfal de España, sufrió aquella aparatosa, terrible caída desde una baranda del Country a la que había trepado intentando hacer otra de sus acostumbradas piruetas para las cámaras.
Me acuerdo que, si por alguna emergencia, tenías que salir a la calle más allá de las 10 de la noche, después del toque de queda, debías manejar a 30 kilómetros por hora, dejar las luces interiores del auto encendidas y llevar una bandera blanca flameando en alguna de las ventanas…para evitar que las fuerzas del orden te acribillaran.
Me acuerdo de La Herradura con sus carpas a rayas, de la radio playera que no era otra cosa que un solitario locutor al que se le oía por los altoparlantes anunciando la hora Inca Kola, de esos helados que venían dentro de una pelotita de fútbol y de los marcianos D’onofrio que los creativos de la época habían bautizado como Chu-p-t para que la gente leyera “chupete” pero todo el mundo leía chup. Señor, ¿Me da un chup?
Me acuerdo de Tamakún, el árabe enturbantado y de punta en blanco que cada semana llegaba a los quioscos, desde México, con sus alucinantes aventuras en blanco y negro. “Donde el dolor desgarre. Donde la miseria oprima. Donde el peligro amenace… ¡Allí estará Tamakún, el vengador errante!”
Me acuerdo del Super Leche, del Chocomel, del chocolate Juguete de Motta, del Alí Babá relleno de marshmallow, de la canchita dulce de Laurel, del chicle Túmix, del 2 en 1 de plátano, del Sour de manzana verde, del chicle Bomba, del freshen-up con corazón líquido y del Mix Soda de corazón efervescente, del té Toro y del té Sabú, del Café Don Lucho, de la Thimolina Leonard, de la Maravilla Curativa, del jabón sulfuroso del Doctor Kaufmann, de las galletas Short Cake, de las Rancheritas, las Criollitas y las Loncheritas, y muy especialmente, del chocolate Golazo con arroz crocante que traía dentro figuritas coleccionables con los goles mundialistas de J.J. Muñante.
Me acuerdo de la Masacre del Sexto de 1984. El Loco Pilatos acuchillando la pierna de un rehén que intentaba escapar o prendiéndole fuego a otro con kerosene, y todo eso, transmitido durante horas y horas, horror en vivo y en directo y en cadena nacional.
Me acuerdo de los atroces zapatos Teddy de Diamante, de las loncheras Aladdin de hojalata que nos servían también como armas contundentes, de las zapatillas North Star, de los buzos Buzzolas, de los cuadernos doble raya, del paño lenci, del papel bulky, de las tijeras punta roma, del jean book y del borrador de papa.
Me acuerdo que, en todos los parabrisas de los carros, había que pegar esas redondas calcomanías de “Ahorro es Progreso”, cándido invento velasquista que pretendía racionar el consumo de gasolina. Lunes y miércoles no circular (roja) Martes y Jueves no circular (blanca) y sábado y domingo no circular (azul). Los grandes atolladeros eran los viernes porque todos circulaban.
Me acuerdo que íbamos a ver los partidos del Mundial Argentina 78 a la casa del único vecino de la cuadra que tenía un Sony Trinitrón, el primer TV a color. Cada familia llevaba algo para comer y después salíamos a hacer caravana en todos los carros –y hasta en taxis– con banderas y vinchas y matracas gritando ¡Perú, Perú! como locos por toda la avenida Arequipa cada vez que Perú ganaba. Deben creerme: Perú ganaba.
Me acuerdo de todos los dulces hechos en casa que vendía la vieja bodega de la esquina: el chumbeque, el camotillo, el cocoliche, el arrocillo, el chifón, la torta helada, el machacado de membrillo, el zanguito, la cocada, la leche vinagre, la leche asada…
Me acuerdo de la Tortuga D’Artagnan, de Leoncio El León y Tristón, de Astroboy, de La Hormiga Atómica, de Fabulmán y Dinamita, de Meteoro con su pantalón blanco bien al cuete, su pañuelito rojo al cuello y sus enormes pestañas rizadas y de “Los 3 Espaciales” y su entrañable canción: Tres seres del espacio/llegaron a cumplir una misión/tomaron la forma de un caballo/un conejito/y un patito.
Me acuerdo de mi papá dormitando ovillado en el sillón, de madrugada, mientras en la radiola resonaba la atronadora voz de don Juan Ramírez Lazo: “¡Nos preocupa!” en Radio Cora o ese tic-tac exasperante –de bomba de tiempo– que caracterizaba a Radio Reloj, estresante estación que te daba la hora, minuto a minuto: Las tres y cinco, las tres y seis, las tres y siete… como queriendo machacarte, en el cerebro, la cadencia inexorable de la vida.