Me gustaba más cuando, de buenas a primeras,
mandábamos todo al carajo y tomábamos un taxi para la agencia de viaje, a la
menor contrariedad. Las responsabilidades, los jefes, las familias, las deudas,
la leche o la pensión, la gripe aviar o la porcina, todo al carajo.
Llegábamos al mostrador de con lo que
llevábamos puesto y comprábamos dos pasajes con rumbo a cualquier lugar, qué
importaba, a cualquier destino para el que hubiera asiento disponible.
Nunca viajé tanto como contigo, nunca sentí
esa urgencia de tener siempre saldo suficiente en la tarjeta, el tanque de
gasolina y el de oxígeno siempre llenos.
Nunca leí tanto como en tus días, nunca
escribí tanto. Leíamos los mismos libros al mismo tiempo, recitándolos,
subrayándolos, compartiéndolos o arranchándonoslos como animales hambrientos.
Rapeábamos, sentados frente al fuego, las letras de los cánticos de misa como
si fueran un conjuro demoníaco: tú has venido a la orilla /_no has
buscado ni a sabios ni a ricos_ / tan solo quieres que yo te siga. O
también, por qué no, las de los valses criollos, a grito pelado: para que
sepan todos / que tú me perteneces / con sangre de mis
venas /_te marcaré la frente_.
Nunca bailé tanto, canción tras canción tras
canción, como un aborigen enloquecido, empañando todos los espejos, tropezando
con todo y con todos, aullando, gruñendo, maullando, ronroneando, bañado en
sudor propio y ajeno. Canción tras canción tras canción. Nunca me reí tanto
como contigo, conchetumadre. Las cojudeces más pequeñas desencadenaban las más
grandes carcajadas. Y ni siquiera fumábamos. Vivíamos a grandes sorbos, como
quien se come un helado que se derrite en el verano, como si alguien nos
estuviera persiguiendo, como si la batería se nos fuera a terminar, con una
desesperación lujuriosa y vulgar, con la intensidad de dos enfermos terminales.
Nunca he vivido tanto y nunca he escrito
tanto, en consecuencia. He escrito sobre desastres naturales y tragedias
íntimas, sobre epidemias, fiebres y modas, sobre estados de ánimo y fraudes
electorales. Sobre parientes muy cercanos y civilizaciones muy lejanas. Sobre
congresistas y descuartizadores, fletes, poetas y copetineras, Pero sobre nadie
he escrito más que sobre ti.
Me gustaba más cuando hablábamos hasta
quedarnos dormidos. Cuando la última conversación del día ingresaba en esa fase
morosa en que las frases soñolientas comienzan a hacerse balbuceantes,
esporádicas, absurdas. Esa dulce modorra en la que, a una pregunta cualquiera
–¿_ya te dormiste_?– sigue el silencio y después, el sereno, monótono ritmo de
tu respiración y luego, de pronto, alguna oración sobresaltada e idiota –¡_El
barco se va sin nosotros_!– procedente de la ignota región de lo no soñado, de
aquello que estábamos a punto de soñar.