Hoy me bañé. Es más, lo hice
dos veces.
Cuando me baño disfruto ver
cómo sale el precioso líquido. Juego con el agua, la dejo empaparme, me
comporto como el niño que perdí hace tiempo y por segundos cierro los ojos
y soy inmensamente feliz.
Confieso que desde que tengo
uso de razón el agua ha sido uno de mis grandes gozos. Abro el grifo y allí
está. Tengo dos duchas en la casa pero no sabía la importancia de eso
tan simple hasta que una mañana visité una comunidad donde el agua es el
centro de vida.
Me levantaba muy temprano
–me dijo la mujer– el sol ni se asomaba y caminaba más de una hora a
buscar agua al manantial pues los hombres se iban al campo a sembrar.
Luego regresaba caminando otra hora y comenzaba a cocinar y lavar lo que
se podía.
No siempre encontrábamos
agua y a veces los animales la ensuciaban. Aquí la mujer se seca el sudor de la
frente y me dice –hacer esto todos los días durante años, y subiendo la
loma no ha sido nada fácil–. La maestra de la comunidad que estaba a mi lado
agregó –Desde que tenemos agua, se transformaron nuestras vidas y las de
nuestras familias. Ahora al fin somos personas dignas– recalcó.
Hace tantos años que soy un
privilegiado y no lo sabía. El agua ha sido hasta este encuentro algo en
lo que nunca había reparado. Descubrir esta comunidad cerca del cielo me
dio la lección de mi vida. El solo pensar que en nuestro país existen
muchas comunidades donde el agua es un artículo de lujo entristeció mi corazón.
–Ahora– me dijo un señor que estaba a mi lado –puedo bañarme todos los
días–. –Hay una fuente en la comunidad y es más fácil recogerla, no hay
que mal pasar tanto– y aquí me enseñó una colección de dientes. –Tardamos, pero
ya se nos puede oler sin vergüenza. Usted no sabe lo que es acostarse con el
sudor de un día de trabajo bajo el sol–. Lo miré asombrado sin saber qué decir.
El lugar donde me encuentro
es una comunidad pequeña donde todos se conocen muy bien. –Queremos que
nuestros hijos regresen pero sabemos que una vez conocen la ciudad se
les hace muy difícil y lo entendemos.
Esto de ser pobre tiene su
precio– comentó un pastor que en sus manos llevaba una Biblia. Me despedí,
traté de abrazarlos a todos y mientras descendía por una difícil senda
comprendí de una vez por todas que el agua era el gran tesoro y nunca más
al bañarme dejaría de agradecer mi privilegio.