Nunca había aceptado ninguna
de mis incontables invitaciones al noticiero, pero –acaso para no parecer
descortés– una mañana de noviembre del año pasado, en premio a mi terquedad, la
Primera Dama Nadine Heredia tuvo la fineza de invitarme a verla. Lo hizo para
volver a decirme que no. No importa. Igual aprecié el gesto. Me recibió en su
oficina del ala izquierda de Palacio de Gobierno, muy cerca de la Presidencia
del Consejo de Ministros. Aunque tal vez sería más exacto decir que me recibió
en su gabinete, si nos remitimos al significado original de esa palabra de
acuerdo con la Real Academia Española: habitación más reducida que la sala
donde se recibe a las personas de confianza. Yo no lo soy –huelga decirlo–
pero, por alguna razón, su estudio me pareció, en realidad, el living de su
casa, un ambiente muy cálido y poco pomposo que transmitía, de entrada, la
sensación de que ella se pasaba allí la mayor parte del día. De hecho, todas
las tardes, Samín o Samito, el benjamín que no estaba en los planes, corretea
entre los sillones –cual John John en el Salón Oval– mientras
la workaholic de su mami chambea duro y parejo. Al verme entrar, la
primera mujer peruana de la historia que ha encabezado la Encuesta del Poder me
recibió con esa encantadora sonrisa que es ya su marca registrada. Al primer
golpe de mirada vi a una mujer que había aprendido a llevar la elegancia con
sencillez. Y la sencillez con elegancia. Atrás quedaban el tristemente célebre
disfraz de escarapela del debut y el infausto abrigote palo rosa de la parada
militar. Esa mañana llevaba puesto un vestido azul sin mangas muy distinguido,
discreta joyería de plata peruana y el perfume que sirve de clásico preludio a
su llegada: Very Irresistible de Givenchy. Hice el amago de
ceñirme al protocolo y estrecharle la mano, pero –sin llegar a los extremos de
Toledo con la Reina– terminé pasándome de confianzudo con un breve besito en la
mejilla. Algo me hizo olvidar que era la primera vez en mi vida que la veía en
persona. Me pareció realmente guapa, más chibola que en las fotos, y su trato
jovial, campechano, hizo que rompiéramos el hielo con facilidad. He olvidado
casi toda nuestra charla. Creo que hablamos del CADE, de Conga y otros fríos
asuntos de coyuntura. Lo único que sí recuerdo perfectamente es que, en un
momento de la conversación, al escuchar que me refería a su esposo como
“Humala”, Nadine levantó los alarmados ojazos de la pantalla de su ya legendario
Blackberry y, con una sonrisa imperceptiblemente irónica, me corrigió con
dulzura:
- Humala es mucha gente. Por
favor, llámalo Ollanta.
En la intimidad, le
dice Tita. Así le dice ella a él. Nadine a su esposo, digo. No es
broma. Lo llama Tita por Ollantita: ¡Tita, baja a
almorzar! Siéntanse libres de llamarlo, de cariño: Presidente
Tita, a partir de hoy. A mediados de diciembre, mientras encendía las
luces del arbolito navideño de la Plaza Mayor, la alcaldesa de Lima cometió un tremendo
lapsus que desnudaba, de un solo viaje, el inconsciente nacional. Al momento de
dirigirse, muy ceremoniosa ella, hacia la pareja presidencial, muy claramente
dijo: “Señor Presidenta…”. Lo dijo. Todos la escuchamos. El Presidente Tita y
La Presidentita. Nada de eso, por favor. Todavía no. Todavía no le interesa que
la vean como mandataria. No le hace ninguna gracia que la llamen así. Odia que
le digan la jefa, la asesora, la generala. No, señor. Pero los “lapsus” de este
tipo han abundado. Ella misma se refirió en público a la titular de Educación
como “mi ministra”: ¿Dónde está mi ministra? –exclamó para escándalo
de algunos. Y ya son dos los premieres que han patinado estrepitosamente a la
hora de describir, frente a cámaras, su rol: “La señora Nadine concurre a
algunos Consejos de Ministros” –dijo Siomi Lerner y, a las pocas horas, tuvo
que rectificarse. “La señora Nadine hace un extraordinario trabajo en el
Ejecutivo” –dijo Óscar Valdés, quizá sugiriendo lo obvio: que ella estaba
(muy) por encima de él. “Soy el soporte emocional de mi esposo” –ha
repetido ella a todo aquel que quiera escucharla.“¿Soy su persona de confianza?
Naturalmente: ¡soy su esposa!”.
Su ilustre suegro don Isaac
no se cansa de lanzarle dardos envenenados. Dice de ella que está borrachita de
poder. Que ya es el colmo que compita en las encuestas con su marido. Que
en política está perdida en el espacio. En esto último sí que se equivoca el
patriarca lenguaraz. Nadine tiene clarísimo a dónde quiere llegar. Tiene
clarísimo que si Ollanta es la cabeza del gobierno, ella –desde su estratégico
(y súper político) rol en los programas sociales– tiene que ser el corazón que
le bombea la sangre del Perú profundo y lo mantiene vivo. Su suegra doña Elena
Tasso, que es, a la vez, su prima lejana, se cuida siempre de no opinar contra
ella, pero los temibles cuñaditos Humala nunca pierden oportunidad de hacerle
la vida a cuadritos. Antauro, con sus desmanes patibularios. Alexis, con sus
ricos negocitos en ultramar. Ulises, con sus constantes diatribas que han llegado
incluso hasta a compararla injustamente con Montesinos. Pero ella está muy bien
entrenada para trompearse de igual a igual con los varones. Creció al lado de
dos hermanos con quienes no tenía ningún problema en dirimir diferencias en
implacable duelo de karate si era menester. Siempre se jactó de ser una chica
con punche. Lo demostró cuando tuvo que afrontar solita el duro trance de la
detención de su compañero tras aquel levantamiento de Locumba que ella misma lo
había ayudado a planear contra Fujimori en el 2000. Una vez, mientras
completaba su maestría de Sociología en la Católica, el Ejército envió a
Ollanta –sin mayor trámite– a un remoto destacamento en provincias, y ella
decidió que no estaba dispuesta a truncar sus estudios por acompañarlo. Los suegros
pusieron el grito en el cielo y, apelando a sus deberes conyugales, la
conminaron a venirse a vivir a la casa de ellos para “cuidarla” hasta que el
esposo volviera. Naturalmente, Nadine les dijo que no.
Esa fortaleza de carácter
–tan hábilmente suavizada con sonrisas– le granjeó la automática simpatía de
los esposos Pérez de Cuéllar durante la agregaduría militar que Toledo le
confió a Ollanta en París, haciéndole realidad a Nadine el sueño de la maestría
en Ciencias Políticas en La Sorbona. Una vez ganada la elección del 2011, a
doña Marcela Temple de Pérez de Cuéllar le bastó invitarla a uno de sus regios
almuerzos de señoras para que todo su círculo de amigas –muchas de ellas
legionarias de Keiko o esposas de connotados empresarios de la derecha más recalcitrante–
le dieran la más entusiasta bienvenida a la inminente primera dama y, en ella,
al otrora revolucionario gobierno de la tan temida inclusión social. Cuánta
agua había corrido bajo los puentes del Páucar del Sara Sara, en Ayacucho,
donde aprendió a comer –jamás a preparar– el enigmático qapchi con
que sorprendió a los periodistas limeños en el desayuno electoral. Cuánta agua
desde que cierta rancia aristocracia periodística convertía en cuestión de
Estado hasta el reloj Tag Heuer que le había regalado a su marido por su
aniversario de bodas. Mientras posaba, codo a codo, con todo aquel ramillete de
damas de sociedad, Nadine –nombre francés, diminutivo de Nadia, que significa
esperanza– volvía a sonreír pensando que en el solitario telefonito que vibraba
en el fondo de esa cartera que la asesora de imagen le acababa de endilgar
había más poder que en la suma de los montos máximos de las tarjetas platinum
de todas sus novísimas amigas.
Fue justamente desde el
Primer Smartphone de la Nación –adminículo que, hoy por hoy, es su herramienta
preferida– que el 19 de octubre del 2011 lanzó, a través del Twitter, la más
feroz y famosa de sus sentencias: Es tan difícil caminar
derecho??!! Así, con ese doble signo de interrogación y admiración que
reflejaba su doble indignación. El impacto fue letal: 266 de sus casi 350 mil
seguidores replicaron el mensaje. El obvio causante –y destinatario– de sus
iras era el Vicepresidente Omar Chehade, más conocido en el ámbito
gubernamental como Ken por su parecido –improbable– con el fanfarrón
noviete de la Barbie. Pese a que llegó a ser su abogado, Ken nunca fue santo de
la devoción de Nadine. Siempre le pareció un patita medio alucinado, un
arrogante con poses de dandy ilustrado. Ollanta, en cambio, creyó ver en él a un
paladín y hasta a un erudito y, desoyendo a su compañera, lo incluyó en su
lista y hasta en su plancha presidencial. El nefasto incidente con generales
en Las Brujas de Cachiche no hacía sino demostrar que, desde el
inicio, Nadine había tenido la razón una vez más y su histórico tweet
equivalía, entonces, a un contundente “¿Ya ves? Te lo dije”. Hoy, Ken ya no es
más el vicepresidente y tampoco se puede decir que sea precisamente el Mister
Carisma del Congreso. La señora de la casa (de Pizarro) vencía una vez más. Y,
a estas alturas del partido, podemos coincidir con las encuestas en que, para
ella, más frecuentes han sido las victorias. Por lo menos, hasta ahora. “La
señora es muy política” –dijo a mediados del 2011 Jorge del Castillo,
sugiriendo, antes que nadie, la necesidad de que el Legislativo se apresurase
en ponerle barreras a su posibilidad de candidatear en el 2016. Un temor que,
para cierta oposición, empieza a adquirir alarmantes ribetes de histeria
colectiva. Aborrecen la sola idea de que la señora vaya a lanzarse alguna vez
pero, al mismo tiempo, parecen obsedidos con repetirla y repetirla hasta que
sea cierta.
Una vez, antes de la primera
vuelta, cuando Ollanta todavía no se animaba mucho a dar entrevistas a la TV
abierta, a la que –con toda razón– consideraba territorio enemigo, le pedí al
entonces candidato al Parlamento Daniel Abugattás que me hiciera el puente con
Nadine. Su reacción me dejó de una pieza: ¿Quieres entrevistarla? ¿A ella?
¿Para qué? Saltaron a la vista los celos de aquella cúpula con la única
persona que podía darse el lujo de susurrarle cosas al oído al máximo líder.
Una sola vez la vimos molesta. Era octubre de este año y se celebraba la cumbre
de países árabes. Un resfriado, un dolor de barriga o algún problemita de salud
del pequeño Samín la obligó a quebrar su maniática puntualidad y retrasarse
unos minutos. Ollanta, entonces, debió sobrellevar, algo agestado frente a las
cámaras del mundo, el poco envidiable papel de único anfitrión de los
enturbantados dignatarios visitantes. Al verla llegar con retraso, el
fastidiado primer esposo de la nación masculló entre dientes alguna seca
amonestación que la enfureció. Y aunque no llegamos a escuchar aquel evidente
intercambio de ‘flores’, entendimos perfectamente lo que el lenguaje corporal
de ella le estaba diciendo a su marido y, de taquito, a todos aquellos máximos
representantes del machismo universal: “Habla con mi espalda, varón”.
Pero, ¿cuál será el secreto
encanto de esta chica que, en las bohemias tabernas de Barranco, otrora
interpretaba las más encendidas canciones de protesta de Silvio Rodríguez y hoy
no duda en fotografiarse al lado de Mick Jagger y Gene Simmons
de Kiss o de seguir, cual fan enamorada, al transgresor boricua René
Pérez, el Residente de “Calle 13” ? Quizá sea ese gracioso
par de incisivos superiores que el escritor Alfredo Bryce describió alguna vez
como terroncitos de azúcar. Quizás sea esa asombrosa facilidad para mimetizarse
con la gente y mezclarse genuinamente con ella sin parecer jamás una dama filántropa,
una monja misionera ni una turista vivencial. Quizá sea esa arrolladora
juventud que la hace lucir impetuosa, infatigable, muscular, casi una fuerza de
la naturaleza. Quizá sean esos ojos vivaces y chisporroteantes que delatan su
intuición femenina, su olfato político, su astucia felina. Quizá sea esa
atractiva estampa de girl next door, esa espigada figura que luce
inmune a los efectos secundarios de los chocolates que –según versión de
testigos– se administra en dosis cada vez mayores a manera de antídoto contra
el voraz estrés palaciego. Un estrés que, según se murmura por esos pasillos
señoriales, más que sacarle canas verdes, estaría haciendo mermar, últimamente,
su azabache cabellera. Un estrés que se esparce como una epidemia entre su
staff que –al primer rumor de que ella había sido vista ingresando en una
clínica– se precipita a emitir un comunicado de prensa para anunciarle a la
Nación una operación a la vesícula. Lo más probable es que, mientras yo termino
a duras penas de escribir algo que se asemeje a su perfil, ella ya haya
terminado de acostar a los niños y esté escapándose, a hurtadillas, rumbo a la
función de trasnoche de algún cine, sustrayéndose de la agobiante protección de
los guardaespaldas con la ilusión traviesa de su primera cita clandestina, bien
prendida de la cintura del Excelentísimo Presidente de La República que, sin
ella, sería el hombre más solitario del planeta.