Si a
quienes gritaban “chavista” a Ollanta Humala en el 2011 les hubiesen contado
que tres años después su gobierno estaría en problemas por la penetración de
intereses privados, probablemente no lo creerían. El gobierno que asfixiaría la
inversión privada ha sido cuestionado en las últimas semanas por una serie de
hechos que, en el mejor de los casos, muestran el acceso privilegiado del
empresariado a los centros de decisión estatal. En el peor, corrupción.
Cada caso
presentado por la prensa es seguido por una explicación desde el gobierno que
minimiza su importancia. Se busca el interés general al destrabar inversiones;
siempre lo hacemos así, no hay nada malo; es bueno escuchar al sector privado;
fue un funcionario que hizo un copy-paste por error. Si bien hay explicaciones
más razonables que otras, tantos casos, y en conjunto, dejan esas
justificaciones muy mal paradas.
El asunto
sí es muy grave, y más para este gobierno. Estos incidentes muestran que se
mantiene una clara dualidad en el acceso al poder, con ciertos sectores
llegando al Estado con facilidad, mientras que otros tienen muchas más
dificultades para procesar sus demandas. Aún en su versión más inocua dejan en
claro que el gobierno ha fallado en construir una distancia sana entre su tecnocracia
y el sector privado, una de las principales críticas a sus antecesores.
Distancia que era un mandato de muchos de los votantes de Humala en la última
elección.
Porque si
de algo cojea la tecnocracia peruana es de su cercanía al poder privado. No hay
un espacio intermedio, un buffer, entre el tecnócrata y la empresa. Hay muy
pocos centros de investigación o espacios académicos donde el técnico pueda ir
a trabajar tras su paso por el Estado. Tampoco una carrera burocrática
competitiva. Lo más común es que el técnico venga de la empresa y vaya a ella
tras terminar su función. Y es evidente que ello hará al tecnócrata más
sensible a ciertos pedidos y demandas que a otros.
Es
irónico, porque se trata de un sector empresarial que en varios momentos ha
sido muy malcriado en su trato al Presidente y al gobierno. Hasta ahora hay
sectores que, a pesar de todos los gestos del gobierno, mantienen un macartismo
caricaturesco y denunciando el inminente zarpazo chavista. Más bien el
empresariado debería tomar conciencia de que, comparados con otros sectores, su
acceso sigue siendo privilegiado y su influencia muy alta.
Estos
canales de comunicación son inusitados para otros sectores burocráticos y de la
sociedad civil. Hay alcaldes, sindicatos, asociaciones que se cansan de esperar
respuestas a sus pedidos de la tecnocracia económica; ni sueñan con un correo
electrónico. O veamos el caso de los asháninkas asesinados por madereros
ilegales: sus demandas de garantía no fueron procesadas a tiempo. En esas
condiciones, una relación fluida como la que muestran estos casos resulta
ofensiva. Y más ofensivo que se diga que no pasa nada.
Las cosas
pueden y deben ser de otra manera. Los ministros deben marcar una distancia
clara que no haga siquiera pensar a los funcionarios subalternos que tienen
intereses en el caso. Los pedidos empresariales, si realmente son sectoriales,
deberían tramitarse por los gremios. Y si son particulares, usando los canales
adecuados. Tal vez no se entienda, pero la solidez y legitimidad futura de la
tecnocracia pasa por lograr esta distancia. El Ollanta Humala del 2014 haría
bien en recordar al Humala del 2006 para entender por qué esta situación
molesta tanto a los ciudadanos.