sábado, 13 de septiembre de 2014

SUCEDIÒ EN MI CALLE


Dos carros, una hermosa cuatro por cuatro y un lujoso sedán chocan frontalmente en la esquina de un parque. De ambos vehículos se apean las conductoras, ninguna acompañada. Los daños son de mediana consideración. Inicialmente, las dos mujeres se cercioran de que están bien. La de la camioneta le increpa a la otra que venía contra el tráfico. La segunda responde airada: “pero si todos en este barrio saben que cojo ese pedazo de la cuadra a contramano para no tener que dar toda la vuelta cuando regreso a casa”. Ajustadores de sus respectivos seguros arreglan el asunto, que se sella sin mayores contratiempos.

El argumento esgrimido por la vecina es, sin embargo, una confesión de parte, deliciosa e ingenua, de una de nuestras principales limitaciones como sociedad: la manera como tratamos los espacios públicos, lo que debiera ser de todos. La calle no es nuestra, es mía porque yo la uso como quiero. Ese uso es reconocido, eventualmente validado, independientemente de que choque –en este caso, literalmente— con reglas explícitas de tránsito y normas implícitas de convivencia.

Ocurre con casas de barrios residenciales que confiscan y privatizan partes de parques. El espíritu de invasores de terrenos, ambulantes, taxistas y mineros informales atraviesa toda la sociedad peruana, emprendedora como pocas, y como pocas tan poco respetuosa de los cauces normativos que hacen posible que muchos emprendimientos en promedio salgan adelante. Solamente el mío vale y si tengo, para lograrlo, que robar —temporal o permanentemente— lo que es, al mismo tiempo, de todos y de nadie, pues lo hago. Total, si no soy yo, otro lo va a hacer. Y, entonces, me voy a sentir robado.


CON QUÈ ROPA!!!


El invierno de Lima (que ya se acaba) se caracteriza por la saturación de agua en el aire. Es decir, el aire se llena de agua, en pequeñísimas partículas suspendidas, hasta que ya no puede soportar más su contenido, y produce, en esos casos, la fina garúa. La humedad es la fuente de la sensación de frío.
Pero, si estamos a 14° o 15° en plena garúa, ¿por qué tenemos frío aun estando abrigados?

La razón es muchas veces la ropa.

La ropa está pensada para compensar las variaciones de temperatura del aire: delgada para el verano y gruesa para el invierno.
La ropa no está pensada, generalmente, para compensar las variaciones de humedad de Lima.

Los limeños, sostengo, no tenemos en cuenta ello. Nos vestimos con chompas o abrigos gruesos pero porosos que dejan pasar la humedad del aire.

Nos pasa, inclusive, en nuestras camas con las frazadas que permiten que las sabanas sigan frías, no obstante la cobertura.


Una casaca o un pantalón de nylon o fibra sintética pueden aislar la humedad en el exterior más eficientemente que una prenda de lana que –en forma de un abrigo o una chompa– sí deja pasar la humedad hacia el interior. Esto es algo para tener en cuenta cuando compre una prenda para el próximo invierno.

NO HAY MOVILIDAD


¡Cómo se les ocurre cambiar el transporte público cuando las cosas estaban bien como estaban!

Hace una semanita nomás, yo me paraba acá y un montón de combis, cústers, motos, mototaxis, colectivos y carretas estaban listas para que yo me trepe a ellas. Y baratito, ah. A ‘luca’ o ‘china’, dependiendo de la ruta. En cualquier parte, en cualquier esquina, pista, vereda, calle o avenida, solo tenías que estirar tus dedos y ahí estabas tú, ¡mi combi asesina! Toda humeante, oxidadita, tocando tu bocinita. Si no te escuchaba, no importaba. Para eso estaba el joven profesional de la cobranza: “¡Tacna, Wilson, Bolichera, sube, sube, lleva, lleva!”. Bonito vociferaba.

 Adentro era la muerte. Éramos 37 tratando de encajar piernas, codos y tetas en un espacio donde solo entran 12. Claro, todo acompañado de su rica cumbia, ¡y no va a che! Bien rápido se llegaba a todas partes, porque mi causa, el chofer, con harta caña, se pasaba todas las luces para que yo llegue rápido a mi chamba. Al grito de ¡pie derecho!, de hocico me aventaban.


Hoy estoy parado aquí, haciendo una cola gigante, esperando por estos famosos buses azules. Todos parados, todo desordenado, nadie te dice nada. ¡Un abuso! Bueno, me seguiría quejando, pero tengo que volar a Mistura a hacer una cola gigante por mi porción de chancho al palo. De esa cola no digo nada. ¡Ay, qué rico!

NO TODO SE TOCA


Era una repisa hermosa. Sobre ella estaban alineadas todas mis muñecas, las que me iban comprando en diferentes ocasiones —cumpleaños, Navidad, buenas libretas— y que eran objeto de admiración, mía, de mis amigas, de mis primos. Pero no las podía tocar. Recuerdo que una vez me encaramé, logré retirar y bajar una Barbie enorme, rubia, vestida con ropa deportiva, que terminó con la cabeza rota. Y yo con la mía doliéndome por el par de coscorrones que recibí de mi mamá.

Imagino que estás pensando en que no me dejaban jugar, pero no es cierto. Tenía dos enormes cajas llenas de muñecas viejas, casi todas sin algún miembro. Ah, y también con pinceles, lápices de labios y otros productos de maquillaje que nadie usaba. Con todo eso podía hacer lo que me diera la gana. ¡Y vaya que lo hacía! Podía pasar horas con esas piezas de altillo, sometiéndolas a mis fantasías lúdicas. Solita las ponía de nuevo en su lugar.

Eran dos mundos distintos. Uno para los ojos y otro para las manos. Uno para mostrar y otro para trajinar. Uno para el orden y otro para el caos. Ninguno estaba fuera de mi alcance, pero lo que estaba prohibido era mezclarlos, someterlos a las actividades del otro.


¿Qué efecto tuvo esa particularidad de mi crianza? Los seres humanos debemos aprender que hay contextos distintos, que hay actividades distintas, que hay cosas que no se mezclan. Lo que me fue difícil entender es, más bien, que una cosa, también persona, puede ser objeto de sentimientos contradictorios, que puedo querer y al mismo tiempo odiar a mamá, a mi amiga o a mi enamorado. Que alguien o algo puede sobrevivir a actividades y estilos opuestos, que sirven para jugar y admirar, y no para jugar o admirar.