Era una repisa hermosa. Sobre
ella estaban alineadas todas mis muñecas, las que me iban comprando en
diferentes ocasiones —cumpleaños, Navidad, buenas libretas— y que eran objeto
de admiración, mía, de mis amigas, de mis primos. Pero no las podía tocar.
Recuerdo que una vez me encaramé, logré retirar y bajar una Barbie enorme,
rubia, vestida con ropa deportiva, que terminó con la cabeza rota. Y yo con la
mía doliéndome por el par de coscorrones que recibí de mi mamá.
Imagino que estás pensando en que
no me dejaban jugar, pero no es cierto. Tenía dos enormes cajas llenas de
muñecas viejas, casi todas sin algún miembro. Ah, y también con pinceles,
lápices de labios y otros productos de maquillaje que nadie usaba. Con todo eso
podía hacer lo que me diera la gana. ¡Y vaya que lo hacía! Podía pasar horas
con esas piezas de altillo, sometiéndolas a mis fantasías lúdicas. Solita las
ponía de nuevo en su lugar.
Eran dos mundos distintos. Uno
para los ojos y otro para las manos. Uno para mostrar y otro para trajinar. Uno
para el orden y otro para el caos. Ninguno estaba fuera de mi alcance, pero lo
que estaba prohibido era mezclarlos, someterlos a las actividades del otro.
¿Qué efecto tuvo esa
particularidad de mi crianza? Los seres humanos debemos aprender que hay
contextos distintos, que hay actividades distintas, que hay cosas que no se
mezclan. Lo que me fue difícil entender es, más bien, que una cosa, también
persona, puede ser objeto de sentimientos contradictorios, que puedo querer y
al mismo tiempo odiar a mamá, a mi amiga o a mi enamorado. Que alguien o algo
puede sobrevivir a actividades y estilos opuestos, que sirven para jugar y
admirar, y no para jugar o admirar.
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