Dos carros, una hermosa cuatro
por cuatro y un lujoso sedán chocan frontalmente en la esquina de un parque. De
ambos vehículos se apean las conductoras, ninguna acompañada. Los daños son de
mediana consideración. Inicialmente, las dos mujeres se cercioran de que están
bien. La de la camioneta le increpa a la otra que venía contra el tráfico. La
segunda responde airada: “pero si todos en este barrio saben que cojo ese
pedazo de la cuadra a contramano para no tener que dar toda la vuelta cuando
regreso a casa”. Ajustadores de sus respectivos seguros arreglan el asunto, que
se sella sin mayores contratiempos.
El argumento esgrimido por la
vecina es, sin embargo, una confesión de parte, deliciosa e ingenua, de una de
nuestras principales limitaciones como sociedad: la manera como tratamos los
espacios públicos, lo que debiera ser de todos. La calle no es nuestra, es mía
porque yo la uso como quiero. Ese uso es reconocido, eventualmente validado,
independientemente de que choque –en este caso, literalmente— con reglas explícitas
de tránsito y normas implícitas de convivencia.
Ocurre con casas de barrios
residenciales que confiscan y privatizan partes de parques. El espíritu de
invasores de terrenos, ambulantes, taxistas y mineros informales atraviesa toda
la sociedad peruana, emprendedora como pocas, y como pocas tan poco respetuosa
de los cauces normativos que hacen posible que muchos emprendimientos en
promedio salgan adelante. Solamente el mío vale y si tengo, para lograrlo, que
robar —temporal o permanentemente— lo que es, al mismo tiempo, de todos y de
nadie, pues lo hago. Total, si no soy yo, otro lo va a hacer. Y, entonces, me
voy a sentir robado.
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