sábado, 13 de septiembre de 2014

SUCEDIÒ EN MI CALLE


Dos carros, una hermosa cuatro por cuatro y un lujoso sedán chocan frontalmente en la esquina de un parque. De ambos vehículos se apean las conductoras, ninguna acompañada. Los daños son de mediana consideración. Inicialmente, las dos mujeres se cercioran de que están bien. La de la camioneta le increpa a la otra que venía contra el tráfico. La segunda responde airada: “pero si todos en este barrio saben que cojo ese pedazo de la cuadra a contramano para no tener que dar toda la vuelta cuando regreso a casa”. Ajustadores de sus respectivos seguros arreglan el asunto, que se sella sin mayores contratiempos.

El argumento esgrimido por la vecina es, sin embargo, una confesión de parte, deliciosa e ingenua, de una de nuestras principales limitaciones como sociedad: la manera como tratamos los espacios públicos, lo que debiera ser de todos. La calle no es nuestra, es mía porque yo la uso como quiero. Ese uso es reconocido, eventualmente validado, independientemente de que choque –en este caso, literalmente— con reglas explícitas de tránsito y normas implícitas de convivencia.

Ocurre con casas de barrios residenciales que confiscan y privatizan partes de parques. El espíritu de invasores de terrenos, ambulantes, taxistas y mineros informales atraviesa toda la sociedad peruana, emprendedora como pocas, y como pocas tan poco respetuosa de los cauces normativos que hacen posible que muchos emprendimientos en promedio salgan adelante. Solamente el mío vale y si tengo, para lograrlo, que robar —temporal o permanentemente— lo que es, al mismo tiempo, de todos y de nadie, pues lo hago. Total, si no soy yo, otro lo va a hacer. Y, entonces, me voy a sentir robado.


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