Estaba en uno de esos almuerzos
que se sirven con tres tenedores y tres copas al frente cuando mi compañero de
mesa, hermano de un ministro, me preguntó:
–Tú estudiaste en el Markham, ¿verdad?
Pocos saben que mi relación con
las aulas se inició en una escuelita fiscal cerca de un mercado de Trujillo y que luego ascendí a la
meseta anodina de un colegio católico sin brillos. Hasta el patio de mis
recreos no llegaba el nombre del prestigioso Markham limeño, de la misma forma
en que al Markham no llegaba el de mi colegio.
Con los años aprendí que el
Perú debe ser el país donde la gente más pregunta en qué colegio estudiaste. Es
una forma práctica de colocar al otro en una escalera valorativa para, así,
ubicarnos también (aunque mi interlocutor en el almuerzo sí parecía haberme
confundido con alguien y no creo que haya estado tasándome).
Quien haya leído al sociólogo Guillermo
Nugent podrá
entender de qué manera nuestras mentes tratan de conciliar la noción del blanco
llegado de España como conquistador y cabeza del nuevo orden del siglo XVI con
esta sociedad de ciudades mestizas donde el color ya no es el único factor para
que cada quien encuentre su sitio en este perverso juego de las sillas.
En esta escalera amplísima
donde cada peruano (o cualquier descendiente de una colonización occidental)
trata de subir de su peldaño, lo único indudable son los extremos. En el
escalón más bajo, y sufriendo todas las consecuencias del prejuicio y la falta
de oportunidades, se sitúa un peruano con estas características: 1) mujer, 2)
quechuahablante, 3) altoandina, 4) analfabeta.
En la cima encontraremos un
peruano de la siguiente condición: 1) hombre, 2) blanco, 3) urbano, 4) con
estudios superiores.
Como usted podrá deducir, en
países como el nuestro es un tema de verdadera sobrevivencia social acercarse
lo más posible a la segunda imagen y, por ello, debemos saludar que hoy se esté
discutiendo más que antes la pertinencia de exacerbar este escalonamiento a
través de los medios de prensa, el entretenimiento y la publicidad. La caída
del Incanato en Cajamarca ocurrió ya hace varios siglos y nunca seremos un país
verdaderamente justo y democrático mientras nuestras mentes sigan sumergidas en
un esquema colonial que susurra que para ser mejor percibido y tener éxito en
la vida lo mejor es blanquearse lo más que se pueda a través de la piel y otros
simbolismos. Lo curioso es que este abanico siempre será volátil por su
subjetividad: aquellos que en microsegundos ponen en su lugar al interlocutor
tabulando su color de piel, su colegio, la universidad, su lugar de residencia,
su marca de ropa y hasta el color de sus medias también son juzgados en la
misma medida y pueden terminar discriminados por el más mínimo matiz: hasta el
peruano más blanco, millonario y políglota contaminado por este esquema temerá
en su psique ser choleado por sus pares o por alguna princesa europea que nos
visite.
Así de cojudo es este sistema.
Por eso me rebelo y con orgullo
meritocrático lo proclamo: ¡No, no estudié en el Markham!
Pero bien que me gustó que me
lo preguntaran, maldita sea.
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