Y así me lo contó Mercedes.
Ella era una niña cuando su abuela le narró la historia. En esa época los
velorios se efectuaban en las casas. Imposible pensar que un ser querido
estuviera sus últimos momentos en otro lugar que no fuera el suyo, rodeado de
sus seres más queridos, su familia, sus amigos íntimos. Entonces se podía
llorar con más propiedad, gritar si era el estilo, ponderar las virtudes hasta
el agotamiento como si así se pudieran reparar las omisiones de amor hacia el
difunto y, en el recogimiento de una sala, ir colocando las flores, atendiendo a
los visitantes, brindando uno que otro bocadillo y amanecer sin despegarse un
solo instante del féretro tratando de darle al difunto los últimos afectos,
según la fortuna, los llantos y las degustaciones. Se dice que los muy ricos y
educados controlan muy bien sus emociones y hasta sus lágrimas. Los menos
afortunados dejan brotar libremente todas sus emociones y pueden llegar al
histerismo fácilmente; esto que me contó Mercedes no es el caso.
La viuda, impecablemente
vestida de negro, abanico en mano. A su derecha su hija Gabriella, pendiente de
todo. Gilberto, de pie a la entrada de la sala, encargado de protocolo y de
ubicar a parientes y amigos. Marisol siempre en la cocina colando café,
preparando chocolates, té o lo que fuera necesario y velando por que la vajilla
donde se sirvieran los bocadillos fuera la adecuada que sólo se usaba en
momentos memorables y éste, la muerte de su querido padre, lo era. Enrique, que
estudiaba en otra ciudad, aún no había regresado, y Marito, el más pequeño
–sufría de melancolía, palabra con que se llamaba en la casa a la depresión–,
estaba refugiado en su habitación.
Dos hermanos del padre, una
tía lejana, un par de sobrinos, vecinos y amigos. Dos grandes cirios
encendidos, flores enviadas por familiares y amigos. Se percibe en el ambiente
un discreto olor a lavanda.
Alguien reza un rosario con
la monotonía de un mantra que se repite automáticamente.
Se abre la puerta y una
mujer también vestida de impecable negro irrumpe en la habitación, dos niños la
siguen. La viuda la mira consternada, no la conoce, nadie la conoce. La joven y
bella mujer se acerca al féretro y sin inmutarse dice a los niños.
“Vengan, despídanse de su
padre”. Silencio sepulcral. Los niños obedecen, lloran discretamente y, frente
al estupor de todos los presentes, se retiran. Una cierta tensión se apodera
del momento. Nadie mira a nadie.
La viuda lo ha visto todo
sin inmutarse. En la habitación apenas se respira, todos paralizados. La esposa
se pone en pie y, sin emitir ninguna señal, sale. Su hija quiere seguirla, pero
la madre le indica que se quede. Transcurren unos minutos y el silencio muerde.
Se abre la puerta del salón
y entra la viuda elegantemente vestida de rojo y ocupa su lugar anterior. En su
rostro no quedan lágrimas y en sus manos un rosario… Ave María purísima
comienza…
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